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«Flaubert y la crisis de la feminidad» (Primera parte)

                                                                                             Sergio Rodia

 

En 1856 -año del nacimiento de Sigmund Freud- Gustave Flaubert comenzó a publicar por entregas en la Revue de Paris los primeros capítulos de Madame Bovary, la historia en la que había trabajado obsesivamente durante casi cinco años. La novela narra la vida de Emma Bovary, una joven mujer de provincia aquejada de una insatisfacción crónica. Lectora voraz desde la adolescencia, Emma pronto queda hechizada por las historias de amor, romance y aventuras que pueblan las novelas que lee. Los libros no son para ella divertimentos o maneras de pasar el tiempo, sino ensoñaciones: fantasea con formar parte de esas historias, quiere protagonizar aventuras arrebatadoras en lugares indómitos, ser una mujer de mundo envuelta en una trama de altos vuelos o vivir un romance por el que valga la pena morir de amor. Sueña con un mundo en el que literatura y realidad, sueños y deseos, sean una misma cosa. Las lecturas van formando en su interior un ideal de vida que chocará directamente con la realidad que le espera como joven madre y esposa en el provinciano siglo XIX. Una mujer de su tiempo no puede aspirar a que en su vida haya proezas ni grandes hazañas y eso la llena de frustración. A lo largo de la novela la vemos suspirando por un ideal inalcanzable, sufriendo por la desidia de su infeliz matrimonio, marchitándose acosada por convencionalismos morales, revolviéndose de placer por pasiones no correspondidas, soportando inclementes decepciones, refugiándose tercamente en la fantasía y siendo víctima de sus propios anhelos. La imposibilidad de disfrutar una vida tan plena y maravillosa como la descrita en las novelas, y su ciego empeño en no reconocer esta imposibilidad, la conducen irremediablemente al vacío.

   Muchos han subrayado el paralelismo que existe entre Madame Bovary y Don Quijote de la Mancha, santos patronos del loco amor por la lectura y personajes-tipo que encarnan una rebelde protesta contra la realidad. Esta complicidad fue insinuada por el mismo Flaubert quien siempre mostró una gran admiración por la obra de Cervantes. Sin embargo, el destino deparó a los personajes de sus novelas caminos muy distintos. Mientras Don Quijote se convirtió en el paradigma del soñador extravagante, del idealista irredento, del candoroso aventurero que recorre territorios y encanta personas, Emma fue sobre todo una mujerinsatisfecha, o mejor dicho, una mujer patológicamente insatisfecha. Esta sutil diferencia abre un abismo entre los dos. Aunque ambos personajes se sublevan contra los estrechos límites de la realidad, él batallando contra molinos de viento y ella rompiendo rancios atavismos morales, sólo la inconformidad de Bovary ayudó a establecer con el paso del tiempo los tenues contornos de un cuadro clínico. Alonso Quijano es un chiflado, pierde el seso, y le pasa de todo por su carácter idealista y soñador; pero Emma Bovary está «enferma».

   En las novelas todo el tiempo las personas sufren, se entusiasman, enferman, se enamoran, van de un lado a otro, a veces se casan, con mucha frecuencia sufren y en muchos casos mueren. Lo que es menos común, por no decir excepcional, es que la enfermedad que aqueja a un personaje dentro de la historia lo defina tan bien, ilumine tan vivamente cada aspecto de su personalidad que al final su nombre se convierta en epónimo de su enfermedad. Ese es el caso de Madame Bovary. El bovarismo, término acuñado por el filósofo Jules de Gaultier a finales del siglo XIX para describir esa insobornable tendencia humana a imaginarnos como alguien distinto a quien realmente somos, fue adoptado durante algún tiempo -si bien sólo de manera tangencial- por psiquiatras y psicólogos (Lacan, por ejemplo, utiliza el término bovarismo en su tesis doctoral para hablar de la personalidad paranoica, tomando la referencia del psiquiatra Genil Perrin) alimentando la idea de que Madame Bovary no era sólo la historia de un adulterio provinciano o una obra maestra de la literatura realista, sino el relato de un caso clínico revestido de una prosa sutilísima y esmerada.  

   El Diccionario de psicología de Umberto Galimberti -filósofo y psicoanalista afín al pensamiento de Heidegger y Jaspers- dio un paso más en esta dirección al afirmar que el bovarismo «se refiere a las actitudes que confunden fantasía y realidad, sueños con los ojos abiertos y hechos del mundo real», advirtiendo además que «la acentuación de esta tendencia puede llevar a la construcción de una personalidad ficticia y a un concepto de sí irreal y fantástico»[1]. La definición de Galimberti nunca usa el término enfermedad, si bien admite entre líneas que el bovarismo (a veces denominado en la cultura popular «síndrome de Madame Bovary») es una tendencia que podría conducirnos en algunos casos a un estado patológico. Que yo sepa, a nadie se le diagnosticaría actualmente bovarismo, pero eso no ha impedido durante este siglo y medio que ha transcurrido desde su publicación, que los rasgos característicos del temperamento bovarista, hayan dado forma, de algún modo, a los signos exteriores de un malestar psíquico. Somos bovaristas del mismo modo en que podemos ser kafkianos o tartufos. De cualquier manera, cuando una persona fantasea con una vida que se antoja irrealizable y vive decepcionada porque su existencia no está a la altura de sus sueños, especialmente si se trata de una mujer, irremediablemente viene a la mente el llamado «síndrome de Madame Bovary». En ese sentido, la novela de Flaubert es un triunfo de la literatura. 

   El estatuto epistemológico del bovarismo es incierto en la psicología contemporánea -está al mismo tiempo dentro y fuera del ámbito clínico de la patología mental, es decir, no constituye una enfermedad aunque bien puede ser un signo que la anuncia-, y lo interesante es que algo parecido ocurre en la novela. Nuestra incapacidad para determinar el espacio clínico del bovarismo es similar a la que se percibe dentro de la historia. La tristeza, la inapetencia, las postraciones en cama y la furia contenida de Emma son los signos de un padecimiento que todos aparentemente «saben» diagnosticar, pero nadie puede comprender. Los personajes de la novela ven la superficie de Emma, pero no los pliegues de su personalidad. Vivir eternamente insatisfechos, sufrir porque estamos encerrados en una existencia que no se corresponde con lo que esperábamos de la vida, saber que lo que está a nuestro alcance puede ser en sí mismo deseable pero no es lo que nosotros queremos, vivir escindidos entre los sueños y la realidad hasta el punto de casi perder la cabeza, ¡quién no se habría sentido así alguna vez? ¿sería esto la manifestación de una enfermedad psíquica o simplemente algo consustancial a la naturaleza humana? Aspirar a ser alguien distinto a quien somos ¿en qué lado nos coloca? El bovarismo encarna esta ambigüedad, y para ser más precisos, habría que decir que una de las lecciones de la novela es que en realidad Emma Bovary no está enferma: ella «es una enfermedad».  

   Un recorrido por el libro basta para descubrir cómo la incipiente incomodidad provocada por un matrimonio infeliz va royendo lentamente el interior de esta mujer hasta hacer de la insatisfacción el centro de su alma. «Una enfermedad nerviosa», dice el primer médico que revisa a Emma, cuyas palabras resuenan más de una vez en la novela como si se tratara de algo consabido. En el siglo XIX el término «enfermedad nerviosa» funcionaba como una especie de concepto paraguas bajo el cual se agrupaban un conjunto de síntomas torpemente definidos. Dentro del amplísimo abanico de malestares nerviosos, la neurosis y la histeria destacaban como las «enfermedades» psíquicas del siglo. Es la época de la histeria conversiva y la neurosis generalizada, y, sobre todo, de la entrada en escena de las mujeres histéricas. Un nerviosismo desconcertante estaba tomando cuerpo.

   Aunque a lo largo del siglo la psiquiatría modificó sensiblemente sus ideas, pasando de considerar la histeria como algo propiamente femenino -se creía que era causada por el útero- a un padecimiento puramente nervioso, eso no impidió que, de los gabinetes psiquiátricos a la literatura y del ámbito clínico a la esfera social, se consolidara «la histérica» como un personaje arquetípico de la psiquiatría del siglo XIX. Como muestran las míticas sesiones que Charcot escenificará más adelante en su cátedra dentro de La Salpêtrière, la mirada clínica no estaba cautivada por la histeria, sino por «la histérica». Desde mediados de siglo, y con una psiquiatría en ascenso que aportaba nuevas ideas, fantasías y vocabularios, las clases educadas de sociedades europeas experimentaron una incontrolable epidemia de «histéricas». El siglo se pobló de esos personajes que habían hecho del nerviosismo y la insatisfacción, un intenso rasgo de personalidad. Si tuviéramos que ceñirnos a la gnoseología médica de la época para arrojar luz en el sufrimiento subjetivo que aparece descrito en la novela de Flaubert, diríamos sin más que Madame Bovary no es otra cosa que la historia de una mujer histérica a la que absolutamente nada satisface. Pero al actuar de esa manera no sólo correríamos el riesgo de no añadir nada relevante a la comprensión de la historia, sobre todo, perderíamos la oportunidad de mirar de cerca cómo se infiltra, lenta e inexorablemente, la fuerza abrasiva de la histeria dentro del cuerpo femenino. 

   Si Emma Bovary es una histérica al estilo de Anna Karenina, la Regenta o las protagonistas de los relatos de Hawthorne ¿por qué habríamos de hablar específicamente de bovarismo? ¿Qué hay en Emma Bovary que la haga diferente de las demás mujeres insatisfechas de la literatura de su tiempo? Para responder a esta pregunta es necesario que primero sepamos cómo llega Emma a esa condición. Probablemente la pregunta más importante de la novela es ¿cuál es la enfermedad de Madame Bovary

   Cuando tratamos de explicar algo que sucede dentro de la ficción, con mucha frecuencia surge la tentación de recurrir al mundo «real», como si la literatura únicamente fuera una sucedánea de la realidad y el mundo que nos rodea explicara por sí mismo lo que pasa dentro de la trama. Nabokov, un apasionado confeso de la novela de Flaubert, despreciaba con razón todo intento por reducir el rico y complejo mundo ficticio de Madame Bovary a una simple proyección de la realidad. Cuando Flaubert escribe su novela realista y pone en marcha la búsqueda del mot juste, su objetivo, contrariamente a lo que se suele pensar, no es tratar de reflejar fielmente la realidad: ser realista significa darle forma en sus mínimos detalles a una realidad que, no obstante, parece independiente de su autor. El realismo flaubertiano no es un espejo de la realidad, sino una mirada a otro mundo construido como una realidad. 

   Cuando leemos una gran novela, quiero decir, cuando realmente tenemos la experiencia de lectura de una novela, accedemos a un universo complejo, nos adentramos en espacios definidos que guardan una íntima relación entre ellos, atravesamos un sutil entramado temporal, somos parte de una ficción que lo envuelve todo. El realismo literario a lo Flaubert no es otra cosa que adentrarse en un mundo en el que somos abducidos por la realidad. La realidad no son los hechos, sino su narración. De otro modo, ¿cómo explicar que una de las cimas del realismo en literatura sea la historia de una mujer devorada por la fantasía y cuya vida nunca se ajusta a la realidad? 

   Para evitar este reduccionismo de la ficción a la medida de la realidad, hay que plantear la pregunta por la enfermedad de la protagonista no desde afuera, sino desde las entrañas de la novela. Preguntarse por la enfermedad de Emma no significa buscarle una explicación a la ficción en la realidad, sino gozar de la ficción misma, ejercer la lectura del tipo de quien sigue con absoluta atención lo que se desarrolla en la novela: así como Nabokov se intranquilizaba porque Charles, tras una hora de montar a caballo, no se resiente del dolor de piernas; o así como Vargas Llosa se entusiasma porque en los comicios agrícolas «las personas son cosas y las cosas tienen vida», así, intrigados por el malestar que va corroyendo de Tostes a Yonville el alma de Madame Bovary, rastrearemos los momentos en que, poco a poco y sin resistencia, se va abriendo paso en ella la enfermedad. Y al hacerlo, al ver cómo Emma se transubstancia en enfermedad, seguramente seremos conducidos a ese punto escurridizo en el que patología y ficción se confunden, dándole forma al bovarismo.  

 

La «histœria»

 

   Los cinco años que Flaubert pasó escribiendo Madame Bovary cimentaron su fama de escritor meticuloso y tenaz. Para darle congruencia y verismo a sus historias, solía consultar abundantes fuentes, visitaba lugares con un plan prestablecido, entrevistaba personas, corroboraba fechas… Aseguró haber leído mil quinientos libros, entre tratados de agronomía, pedagogía, medicina, física, metafísica, etc., sólo para su última novela, Bouvard y Pécuchet. La tentación de saber qué tipo de textos le permitieron trazar la enfermedad de su heroína no es una idea ociosa -para la operación fallida de Hyppolite consultó manuales médicos, preguntó a su hermano y echó mano de un nebuloso recuerdo de juventud-. ¿Qué nos hace pensar que para algo tan importante y central como la enfermedad de Emma no consultó tratados médicos? ¿Qué fuente le permitió hacer circular por la boca de los personajes masculinos el diagnóstico de «enfermedad nerviosa» para la insatisfecha Emma? Hijo de un médico, debió estar expuesto a este vocabulario que, al menos desde finales del siglo XVII circulaba por Europa. Seguramente Flaubert sabía que en Francia se equiparaban enfermedad nerviosa e histeria, que se atribuía la segunda específicamente a las mujeres y que la medicina de su tiempo estaba obsesionada en tratar de encontrar la cura para esa enfermedad.

   Conocemos las circunstancias que envolvieron la gestación de la novela, así como la posible influencia que tuvo en su obra el caso Delannay -el adulterio que escandalizó a una pequeña población de provincias que involucraba a un médico, antiguo alumno y amigo de su padre-, pero, sorprendentemente, al hurgar en su nutrida correspondencia, descubrimos que no hay referencias a obras clínicas que lo hayan ayudado en su descripción del malestar de Emma Bovary. Es algo extraño en un escritor tan escrupuloso. Salvo cuando describe los tormentos físicos que la aquejan tras tomar el arsénico -la lengua morada, los espasmos, la rigidez del cuerpo, las fiebres y alucinaciones- Flaubert no consultó ningún tratado médico para darle realismo a la insatisfacción de su heroína, aunque sea su «enfermedad» lo que desencadena todo en la historia. No hay registros que doten de soporte médico el diagnóstico de Bovary. ¿A qué se debe esta omisión? ¿Por qué no habría investigado en alguna obra clínica sobre «enfermedades nerviosas», tan populares en su tiempo, qué síntomas eran propios de las «mujeres nerviosas» o cómo se manifestaba el cuadro clínico, si, después de todo, a lo largo de la novela ella es diagnosticada como enferma de nervios?

   Quizá porque la única manera de descubrir la enfermedad nerviosa que aqueja a esta mujer brutalmente insatisfecha, cuya «enfermedad» dará vida al concepto de bovarismo y a un extraño síndrome que asociará su nombre eternamente con fantasías irrealizables que aplastan inexorablemente la realidad, sea revisitando su historia. Es una apuesta que haría tambalear las tendencias más taxonómicas y la cultura de manual de la psiquiatría contemporánea. El diagnóstico sobre su malestar no se puede extraer de los manuales psiquiátricos, sino de la narración de su vida, de la conversión de sus tribulaciones en una historia, y para comprenderlo no haría falta consultar sesudos tratados psiquiátricos que dibujen los rasgos de su enfermedad, sino saberla leer. Es decir, saber leer a Emma en los momentos en que algo en su vida vacila. ¿Dónde se encuentran las calves de su sufrimiento si no es en la narración de su vida? Al preferir la historia y el recurso a la palabra por encima de la taxonomía psiquiátrica, Flaubert se muestra profundamente freudiano. Madame Bovary es en muchos niveles una novela sobre la lectura: a Emma la pierden las fantasías y las ensoñaciones alimentadas por sus lecturas, la ceguera de quienes la rodean les impide leer los signos más profundos de su malestar y la lectura de una nota que Emma envía a su amante dará a Charles la estocada final. 

   Leer con atención Madame Bovary significa descubrir cómo, ante la mirada ciega de los demás personajes, algo en la vida de esta mujer no deja de no escribirse.

 

   Apenas concluida su infancia, Emma Roualt es internada en un convento -espacio femenino prototípico de la provincia en el siglo XIX- donde hará sus primeras lecturas. Leyó Paul et Virginie de Saint-Pierre (una historia sentimental y lacrimógena), un resumen de la Historia Sagrada, las conferencias del Abad Frayssinous; el Corbeille y La Sylphe des Salons (que según Ricardo Bada «equivaldrían a los actuales Marie Claire y ¡Hola!»[2]), Génie du christianisme de Chateaubriand y las obras de Walter Scott, que la hicieron soñar «con ataúdes, salas de guardia y trovadores». Ese mundo femenino de reclusión y novelas, de fantasías y recato -donde se asoma un fascinante y discreto personaje, la solterona venida a menos, que le presta libros y novelas- será el primer escenario en el que tomarán forma sus fantasías. La joven devoraba esos libros en donde

 

«todo era amores, amadores, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, postillones a los que matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos sin tacha, perennemente de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias»

 

Sus primeras lecturas dentro del convento perfilan los rasgos más íntimos de su alma. Flaubert nos dice que Emma «necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como cosa inútil todo lo que no contribuía al consumo inmediato de su corazón, pues de temperamento más sentimental que artista, buscaba emociones y no paisajes». Emma se entrega a ensoñaciones, raptos de amor en los que la vida de las novelas que leía suplantaban en su corazón a la realidad.

   Cuando conoce a Charles, un joven médico recientemente viudo, se abre en su vida la posibilidad de salir del entorno familiar y adentrarse literalmente en otra realidad. El enamoramiento es discreto, seco. En la medida en que la atracción mutua va tomando forma, Emma da señales de estar interesada en Charles (se sonroja cada vez que la visita) y esto lo anima a pedir su mano. El señor Rouault, conocedor de la tensión que crecía entre ellos, comienza a calcular las ventajas de este matrimonio y el día en que Charles finalmente se decide a pedir la mano de Emma, su padre, sin pensarlo dos veces, le propone negociar inmediatamente los términos de la unión. Las cartas están echadas. Emma sueña con una boda a media noche y a la luz de las velas, pero ni su padre ni Charles, que han cerrado con un pacto entre hombres las condiciones del matrimonio, ven con buenos ojos su propuesta, así que en lugar de que la boda fuera un trance mágico que la transportaría a otra realidad, se convirtió en una comilona de pueblo «a la que asistieron cuarenta y tres personas, pasaron dieciséis horas en la mesa y la cosa se repitió al día siguiente y un poco los días sucesivos». 

   La pericia narrativa de Flaubert nos hace ver que, en los pequeños detalles de su vida marital, desde el inicio, algo no marcha bien. Los primeros meses de su matrimonio son un cúmulo de decepciones. Charles es un hombre bonachón, pero plano y sin ambiciones; se siente cómodo con ese matrimonio al lado de una esposa joven y hermosa y en poco tiempo, de manera predecible, se abandona a la modorra de su nueva situación: gana unos kilos, los pequeños hábitos de su vida lo vuelven predecible y entra suave e irremediablemente en la inercia de la costumbre. Nada de lo que Emma esperaba del amor -y de la vida en su conjunto- está presente en él. Vemos cómo Madame Bovary trata de insuflarle vida a su fantasía conyugal sin conseguirlo: al principio de su vida en común quiso hacer el papel de enamorada recitándo rimas apasionadas y cantando adagios melancólicos a su marido, pero él quedó indiferente; aprovecha la hora de comer para contarle sobre lo que ha leído sin obtener de su parte nunca una respuesta; llega incluso a comprar papel de cartas aunque renuncia a escribirlas porque no tiene a quién enviarlas. Está pletórica de sueños y anhelos, pero tiene que sofocarlos porque vive dentro de un mundo en el que soñar y vivir son realidades antagónicas. Tras unos meses de profunda insatisfacción y cuando sus esfuerzos por acercar su realidad a la fantasía fracasan, se desanima e inevitablemente se apaga. Nadie a su alrededor percibe los incipientes cambios que se operan en su alma. Ella misma no sabe articular en palabras lo que le pasa: «¿cómo explicar un vago malestar que cambia de aspecto como las nubes, que se arremolina como el viento? Le faltaban las palabras, la ocasión, el valor».

   Se alteran sus cambios de humor, y a la irritabilidad sigue con mucha frecuencia la desgana e incluso la tristeza. Su marido se preocupa por el deterioro físico de Emma (que ha comenzado a beber vinagre para adelgazar y pasa el día triste y consumida) pero es incapaz de escudriñar el origen de su malestar, sólo percibe sus signos exteriores; le prescribe valeriana y baños de alcanfor. Como Emma se queja tanto de Tostes, y su ánimo se deteriora rápidamente, Charles asume que «su enfermedad estaba seguramente en alguna influencia local» y decide establecerse como médico en otra parte. Antes de partir, y para corroborar sus hipótesis sobre el malestar de su esposa, lleva a Emma con un antiguo maestro que le diagnostica «una enfermedad nerviosa» de la que no recibimos mayor información. 

   Será la primera vez que Madame Bovary «enferme» en la novela. 

   Los aires nuevos no mejoran su ánimo, pues con la mudanza «sólo cambió de lugar, no de sustancia». Yonville es tan minúscula como asfixiante, un sitio provinciano que hasta hacía poco tiempo todavía permanecía aislado y mal comunicado. Emma abandona Tostes embarazada. La posibilidad de tener un hijo varón remueve algo en ella, incluso llega a entusiasmarla, pero el nacimiento de una hija, Berthe, -a quien ni siquiera pudo poner el nombre de alguna heroína de novela o gran cortesana- diluye definitivamente su incipiente instinto materno. Para esta joven mujer que suspira por amores y aventuras, la maternidad es otro elemento gris en su existencia.

  A través de Homais, el ambicioso boticario del pueblo, una tarde en la estancia de la posada, conoce a León, joven pasante de notario, de quien termina por enamorarse porque tienen gustos comunes. León arde de deseo por ella, y aunque la pasión es compartida, Emma actúa de manera contradictoria: no sólo le oculta su amor, además se lo niega a sí misma. En este momento de la historia Emma carece de palabras, es puro acto: se muestra moralmente intachable como mujer entregada, se vuelca en atenciones y amor hacia su hija -que hasta entonces ha ignorado- y prodiga amorosos cuidados a Charles -a quien desde hace tiempo detesta-. Madre abnegada, esposa ejemplar, señora intachable …todo lo que contraviene a su deseo emerge súbitamente desde el fondo de su alma  para restablecerla en el orden familiar burgués.

  Parece que su «enfermedad nerviosa» ha quedado atrás, lejos, en Tostes, aunque sabemos que todo es un engaño: las muestras tan repentinas de amor, la traición directa a sus sentimientos, ese papel que no se ajusta a su carácter, nos indican que, en realidad, su recientemente descubierta rectitud moral no es la cura, sino la continuación de eso que otros han llamado «su enfermedad». Hay una paradoja presente a lo largo de la novela: cuando Emma está triste y abatida, la tienen por una enferma de los nervios; cuando es solícita con su familia -aún a costa de su deseo, aún a costa de alimentar el malestar que la corroe-, entonces la tienen por una mujer sana y encantadora.

   Emma no muestra sus sentimientos a León quien termina por partir a París para hacerse contador, desencadenando en ella una gran crisis que la hace recaer en su «enfermedad». Pero algo se ha deslizado en su interior. Si en Tostes la decepción la abatió, ahora la frustración la torna irascible e incisivamente cruel, especialmente con Charles. Ya no está decepcionada, está frustrada, furiosaNadie salvo ella y el lector conocen la catástrofe interior que la consume, pues los hombres que la rodean -su esposo médico y el boticario- atribuyen este nuevo episodio a otro agudo ataque de nervios. Así, Emma se convierte en una «enferma recurrente». 

   Gracias a la narración de los detalles somos capaces de reconocer ese río de frustraciones que va minando, lenta e inexorablemente, los cimientos de su alma; la escritura hace visible ese malestar que para los otros se reduce simplemente a una incierta «enfermedad nerviosa». Emma sueña gracias a la lectura de historias que no son la suya, pero es incapaz de escribir o darle forma a la historia de su deseo. Don Quijote se imagina que cada aventura suya es parte de una historia grandiosa en donde es el único protagonista, y los libros sólo alimentan su fantasía: es verdad que la Mancha no es una tierra de caballeros, las posadas no son castillos y las campesinas no son grandes señoras, pero él puede darle rienda suelta en esas tierras a su imaginación, y aunque los demás personajes lo tienen por un chiflado, entran perfectamente en el juego de la ficción; Emma no tiene escenario para su historia, la vida que anhela es irrealizable para una mujer en sus condiciones, y lo que lee en las novelas nunca podría convertirse en su realidad; para ella no hay papel en la trama, sólo deseo[3].

   La aparición de Rodolphe, un casanova que no busca amor sino su cuerpo, es la oportunidad esperada para ser arrastrada por la pasión y convertirse en una de esas heroínas de las novelas que tanto amaba. Sus escapadas para reunirse con él a la menor oportunidad (la imagen de Emma atravesando caminos y dehesas, la ladera de un río y los caminos rurales es sobrecogedora) reavivan en ella un ardiente deseo de vivir otra vida, pero ya no en lo imaginario, sino en la realidad. Como eso está proscrito en ese pueblo, decide huir con Rodolphe, quien la traiciona y rompe con ella a través de una carta en la que encubre su desidia detrás de una falsa caballerosidad. Emma queda trastornada, hundida. Aquí nadie se atreve a hablar de «una enfermedad nerviosa», pero la miran durante semanas tumbada en la cama, convaleciente, como si hubiese estado a punto de perder la vida. La dura convalecencia de una joven mujer perfectamente sana, que al inicio de la novela está llena de vida e ilusiones, que no ha hecho otra cosa sino soñar despierta y que ha querido para si un poco de lo que la ficción le ofrecía, y que ahora está consumida y postrada en cama, es desconsoladora.

   Entonces la novela adquiere un ritmo vertiginoso. La reaparición de León, su apasionado amorío, la vida dispendiosa por encima de sus posibilidades, el potlatch perpetuo al que se entrega ebria de placer, el escandaloso paseo en el carruaje por todo el pueblo, le inyectan una fuerza que parecía haber desaparecido. Pero poco antes de su catástrofe final, ella misma comienza a cansarse de León; si continúa no es por él, es por su fantasía. Flaubert nos cuenta que si al principio de su romance querían vivir su amor como dos robinsones, aislados del mundo y de todo, en la parte final de su aventura, él había terminado por convertirse en la «querida» de una Emma despótica e insaciable. Los roles habían sido traspuestos. Sabemos que irremediablemente habría terminado por hartarse de León, pues seguía atrapada en una cárcel a cielo abierto llamada Yonville. Con esta alusión Flaubert nos insinúa que absolutamente nada saciará a esa mujer, cuya vida se adentra en un bucle interminable.

   Incapaz de afrontar las deudas que contrajo por regalarse una existencia a todo lujo, abandonada por sus amantes, acosada por la traición, acechada por una corrosiva insatisfacción, Emma corre a casa del boticario y le solicita a Justin, el ayudante de Homais que desde su llegada al pueblo se siente apabullado por su belleza, la llave para acceder al arsénico: lo traga a puñados y con ello firma su sentencia de muerte…

   La única explicación que los demás pudieron hacerse sobre lo ocurrido es que el envenenamiento se trató de una terrible equivocación: el gran error fue que Emma confundió el arsénico con el azúcar. No existe en toda la novela una metáfora que resuma mejor su breve existencia.


 

[1] Umberto Galimberti, Diccionario de psicología, México, siglo XXI, p. 154

[2] Ricardo Bada «La biblioteca de Madame Bovary» en Suplemento semanal de La Jornada (número 648, 5 de agosto de 2007). Disponible en: « https://www.jornada.com.mx/2007/08/05/sem-bada.html»

[3] Como señala María Rita Kehl, se trata de «el fracaso de una posición subjetiva que no produce discurso, de la cual sólo se espera a lo que ya está designado en el discurso del Otro» (María Rita Kehl, Deslocamentos do feminino. A mulher freudiana na passagem para a modernidade, Boitempo, São Paulo, 2016, p. 57)

2023-06-04 | 09:28:53pm - Autor: Sergio Rodia