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Una prisión teórica llamada Bernard Stiegler

«La balle dans le canon c’était pour moi, pas pour les gens»[1]

Bernard Stiegler 

 

El  6 de agosto de 2020, unos meses después de que estallara la pandemia de Covid-19 que mantenía paralizado al mundo entero; en medio de un prolongado y frustrante confinamiento; en un momento en que el control y la vigilancia cibernéticos avanzaban a pasos agigantados en las sociedades neoliberales bajo el pretexto de velar por la salud de la población, murió Bernard Stiegler. Tenía 68 años. La noticia llegó desde Épineuil-le-fleuriel, el lugar en el corazón de Francia en el que residía desde hacía tiempo. En el molino de esa pequeña población rural fundó en 2010 Pharmakon, una escuela de filosofía que pretendía recuperar el sentido original del término griego(skhol?), que en un principio apelaba al «ocio», la «tranquilidad», y el «tiempo libre» y que poco después llegó a definir, a través de la palabra latina schola, a las escuelas de pensamiento de la antigüedad: esos espacios en los que las personas se formaban intelectualmente lejos del peso engorroso del trabajo físico, de las preocupaciones materiales y de las exigencias productivas del mundo. El jardín de Epicuro fue seguramente su mayor ejemplo. Esta escuela materializó algo que Stiegler consideraba una de las necesidades más urgentes de nuestra época: tener tiempo libre para dedicarse exclusivamente a pensar. Y es que Stiegler ha sido uno de los críticos más mordaces de la mutación cognitiva e intelectual que operan las dinámicas hiperproductivas del neoliberalismo: a lo largo de su obra nos advirtió incansablemente que la guerra económica de nuestra época se libra en el terreno cultural, que el capitalismo no sólo explota los cuerpos de los sujetos, sino también sus mentes, que no deberíamos renunciar a la vida contemplativa y que las tecnologías digitales podrían llegar a destruir nuestra capacidad para pensar y sentir.

   Sus análisis, mas que diagnósticos de nuestro tiempo, eran una desesperada llamada de atención. Stiegler buscaba otras formas de pensar porque en el fondo quería encontrar otras formas de vivir. Esto lo convirtió en una figura de un magnetismo irresistible. De todas partes del mundo llegaban personas a sus cursos en la campiña francesa, atraídas por el proyecto intelectual y cultural que él encabezaba, y debido a esto, ese pequeño poblado se convertía durante unas semanas al año en un importante laboratorio intelectual de debate y discusión sobre nuestra relación con la tecnología, el medio ambiente y nuestro entorno. No deja de ser irónico que algunas de las reflexiones más incisivas y sofisticadas de nuestro tiempo sobre la tecnología y los medios digitales, vieran la luz dentro del viejo molino de una alejada población rural. Pero ese era parte de su encanto. Stiegler quiso devolver a la filosofía la convicción de que la reflexión también es una forma de vida, que no hay savoir-faire sin savoir-vivre y que, en medio de la crisis económica, ecológica y social que estamos viviendo, más que nunca debemos defender eso que hace que la vida valga la pena de ser vivida.

   Bernard Stiegler ha muerto a la edad de 68 años. Se suicidó.

 

                                                                                                                    ***

 

   En 1884 Paul Verlaine publicó Les poetes maudits, el libro en el que bautizó a un grupo de poetas parnasianos a los que tanto admiraba. De Rimbaud a Baudelaire, pasando por Mallarmé y otros nombres hoy en día menos conocidos, Verlaine describió la arrebatadora personalidad de estos poetas cuya maldición provenía precisamente de su genialidad. Incomprendidos, autodestructivos, erráticos, visionarios, desafiantes, transgresores, eran una fuerza incombustible que lo consumía todo a su alrededor. Pero lo más llamativo de estos poetas residía en que su fiereza era también la expresión de una sensibilidad extrema: eran al mismo tiempo dulces y desafiantes, sensibles y violentos, niños y monstruos. No es casualidad que Rimbaud, el paradigma del poeta maldito, fuera también un enfant terrible. La maldición de la poesía consistía en que la hipersensibilidad de estos escritores los volvía visionarios, locos y geniales. La expresión tuvo tan buena acogida que pronto se aplicó el apelativo «poetas malditos» a escritores y artistas de otros países y épocas, de otras lenguas y filiaciones. Este mote dejó de ser el calificativo de un grupo concreto y pasó a definir toda una sensibilidad. Así, por ejemplo, Hölderlin, von Kleist, Alejandra Pizarnik o Leopoldo María Panero son poetas malditos. Pero también novelistas y escritores como Jean Genet, Roberto Bolaño, Georges Bataille, Robert Walser, o cineastas como Hu Bo y Jean Vigo. 

   Los primeros años de la vida de Stiegler están marcados por un temperamento impulsivo similar al de los personajes malditos que tanto al fascinado a la cultura francesa. En su temprana juventud militó en células comunistas de extrema izquierda atraído por las promesas emancipadoras de mayo del 68, fue expulsado del liceo sin concluir el bachillerato y se convirtió en padre por primera vez; trabajó como oficinista, mensajero, peón y camarero. Desencantado del comunismo, se mudó a una granja agrícola propiedad de la familia de su esposa, pero una fuerte sequía acabó súbitamente con sus planes. Poco tiempo después montó un pequeño bar llamado L’Écume des jours -en honor a la novela de Boris Vian-, en el que un grupo de músicos amenizaban las veladas tocando jazz en un ambiente relajado y bohemio. No tenía ni 25 años. Pronto el negocio comenzó a ir mal. Acosado por las deudas, en un momento de desesperación se convirtió en asaltante de bancos. Actuaba solo, sin la ayuda de ningún grupo o cómplice. El primer robo a mano armada lo cometió contra su propia sucursal bancaria; lo volvería a hacer en varias ocasiones más. A los veintiséis años fue detenido en flagrancia y condenado a pasar cinco años en prisión por robo. Es ahí donde comienza su fascinante aventura intelectual. Tras unos años de profunda agitación existencial, se vio de pronto privado de su libertad y tuvo que replantearse completamente su vida. Al principio de su encierro quiso dedicarse a hacer algo «con lo que siempre había soñado»: escribir novelas; pero no tardó en descubrir que, muy a su pesar, «no tenía nada que decir» y que aquello que escribía «era muy malo».[2] La maldición de Stiegler no era producto de la genialidad e hipersensibilidad de un poeta, como en el caso de Rimbaud, Tsvetáyeva o Hölderlin, sino, como descubriría más tarde, de una aguda inteligencia analítica. Su maldición, en un inicio, fue similar a la de otros pensadores como Derrida o Byung Chul Han, quienes amando a la literatura con locura en algún momento se dieron cuenta de que, a pesar de sí mismos, no tenían talento literario. Y sin embargo, ese paso fugaz por la literatura no sería en vano, pues su acercamiento a la escritura pronto le abriría otras puertas.

   Con la ayuda de Gérard Granel, un amigo y profesor universitario que aprovechaba cada visita para llevarle libros a la cárcel, descubrió la filosofía. Ahí encontró su verdadera pasión. Su conversión fue total, absoluta. La historia de un hombre que, dentro de la cárcel, descubre su vocación intelectual y dedica todos sus empeños a sumergirse en el mundo de las ideas, parece salida de una novela de Dumas o Balzac; y el relato de un presidiario que hace una huelga de hambre, no para exigir su liberación, sino para que le permitan leer en una celda en completa soledad, habría entusiasmado hasta al mismo Foucault. Su experiencia en la cárcel ya es legendaria. A partir de ese momento, todo su tiempo lo dedicó a la lectura de los grandes filósofos de la tradición occidental. Aristóteles, Husserl y Derrida lo marcaron profundamente. Volverse filósofo en esas circunstancias no tendría nada de sorprendente para un cínico como Diógenes, un estoico de la antigua Grecia o para un pensador romano como Boecio, pero en la Francia de la segunda mitad del siglo XX, en la que sólo una sólida formación académica en instituciones de prestigio autorizaba a alguien a ser considerado un filósofo, su hazaña es memorable. A través de intercambios epistolares con Derrida y Lyotard, consiguió estudiar, desde la cárcel, la carrera de filosofía. La pasión intelectual de Stiegler dentro del presidio nos recuerda con una simpleza aplastante que en realidad la filosofía sólo requiere de una cosa para existir: el deseo de pensar. Cuando una persona se entrega incondicionalmente a la reflexión filosófica, al final no importa ni dónde ni cómo lo haga. El acto de pensar puede llegar a ser tan desafiante como la mayor revolución poética del mundo. Si Genet fue un presidiario que soñaba como un poeta, Stiegler fue un preso que se reinventaba a través de las ideas. 

   Aunque en su primer acercamiento a la literatura creyó que no tenía nada que decir, pronto se dio cuenta de que, en cambio, sí tenía mucho que pensar. Así, se convirtió en un caso muy particular de escritor: fue sobre todo un pensador maldito.

 

 

                                                                                                                           ***

 

 

   Stiegler afirmó una y otra vez que la cárcel fue «su gran maestra», y seguramente tenía razón. Fue un pensador robinsoniano al que el aislamiento salvó de un naufragio personal más profundo: la prisión de Saint-Michel, y posteriormente el encierro en el Centro de detención de Muret, fueron esa isla desierta en la que rehízo el mundo, su mundo. En una entrevista señaló que el sueño de los filósofos de comenzar desde cero, de poner en suspenso su relación con el mundo, de partir de la absoluta perplejidad a la que nos arroja el hecho de dudar radicalmente de la existencia de todo, para él fue posible gracias a su experiencia carcelaria. El presidio le permitió experimentar algo que Husserl o Descartes sólo alcanzaron con enormes esfuerzos intelectuales y exclusivamente en un nivel abstracto. «Leía a Husserl tratando de abstenerse del mundo mientras yo mismo vivía casi fuera del mundo», comentó con ironía. Su experiencia pronto lo insertó en una larga tradición filosófica que afirma que para pensar a profundidad lo que ocurre en el mundo previamente hay que alejarse de él. Fue un gran atleta de la reducción fenomenológica. En lugar de reforzar sus lazos con el mundo exterior, aumentó su distancia: la filosofía lo llevó a una dimensión de lo real que requería, paradójicamente, un alejamiento constante de la realidad. 

   Redobló su encierro, se aisló de los demás, y así experimentó una extraña libertad -una libertad ardua y exigente, dura y resuelta, algo similar a la «soledad difícil» que Rilke recomendaba al joven poeta-. Este gesto no sólo lo mantuvo al margen del mundo, además lo dotó de un aire de otra época. Había en él algo de las viejas figuras del amor al saber, la entrega incondicional a una idea y la pasión del intelecto. Durante esos años de encierro practicó con rigor un inquebrantable ascetismo del conocimiento que para entonces parecía demodé. En una época en la que las computadoras personales comenzaban poco a poco a abrirse paso en el mundo y la televisión, la música de moda, la cultura del entretenimiento y las dinámicas del libre mercado imponían criterios, gustos, lenguajes, sensibilidades y formas de pensar, Stiegler permanecía encerrado en una celda leyendo con fervor a Platón y Aristóteles, Kant y Heidegger. Pero a pesar de las apariencias sus intereses estaban lejos de ser anacrónicos. El tema que lo obsesionaba día y noche era de una ardiente actualidad: la tecnología. Desde sus primeras lecturas filosóficas hasta la frenética producción teórica de los últimos años, la tecnología fue su mayor preocupación, casi su obsesión: dedicó todo su trabajo intelectual a pensar cómo los humanos transformamos el mundo a través de la técnica y de qué modo esa misma técnica, al final, termina por redefinir lo que significa ser humano.

   Stiegler encontró en la reflexión sobre la técnica un espacio idóneo para repensar toda la realidad humana, desde los afectos hasta nuestra relación con la naturaleza, de los procesos cognoscitivos de aprendizaje a la formación de comunidades humanas, y de las crisis ecológicas del neoliberalismo a la importancia de la experiencia estética. Tenía una asombrosa capacidad para ir a la raíz de los problemas, y no es descabellado suponer que probablemente fue su etapa en la cárcel lo que hizo posible que analizara con gran agudeza los fundamentos ontológicos de la teckné. El aislamiento le permitió analizar las cosas desde una posición privilegiada: podía reflexionar sobre la tecnología audiovisual sin la intromisión recurrente de esa misma tecnología audiovisual (algo casi impensable en el mundo actual). Para alguien que se había forjado intelectualmente en el recogimiento, la soledad y la abstracción, el ruido de los aparatos tecnológicos que demandan incesantemente nuestra atención debió parecerle algo abrumador. Por eso fue tan receptivo a los cambios tecnológicos de su tiempo.

   Después de todo, Stiegler nos demostró que pocas cosas nos hacen tan sensibles a la intoxicación de la industria audiovisual del capitalismo neoliberal como el aislamiento del mundo: volver a mirar el exterior, tras un largo periodo de encierro, es una experiencia similar a ver las cosas por primera vez. 

 

 

                                                                                                                                                  ***

 

Una de las metáforas más recurrentes en los textos de Stiegler es la de «el pez volador que, de manera intermitente, sale del agua para descubrir el elemento que lo rodea». Esta imagen lo representa como ninguna otra. Su primer libro, La técnica y el tiempo I: El pecado de Epimeteo, fue el producto de esos fértiles años de estudio y reflexión. El resultado es admirable: Stiegler consiguió redefinir la reflexión filosófica sobre la técnica con una combinación magistral de destreza teórica y erudición. El modo en que recuperó la figura de Epimeteo para el debate filosófico no sólo supuso una crítica directa al pensamiento de Heidegger (que de manera sospechosa lo había omitido), sino también implicó una encendida reivindicación filosófica de la naturaleza técnica de los humanos. Esta obra lo convirtió inmediatamente en un referente ineludible dentro del contexto filosófico internacional y, al mismo tiempo, marcó el inicio de una forma sui generis de escritura filosófica que a la larga definiría su estilo personal: la de obras organizadas en volúmenes. A La technique et le temps I, II y III (tomo 1. La faute d’Épimethée, tomo 2. La désorientation, tomo 3. Le temps du cinema et la question du mal-être) le siguieron: De la misère symbolique I y II (tomo 1. L’époque hyperindustrielle, tomo 2. La Catastrophè du sensible); Mécréance et discrédit I, II y III (tomo 1. La décadence des démocraties industrielles, tomo 2. Les sociétés  incontrolables d’individus désaffectés, tomo 3. L’ésprit perdu du capitalisme); Constituer l’Europe I y II ( tomo 1. Dans un monde sans vergogne, tomo 2. Le Motif européen); Qu’appelle-t-on panser? I y II (tomo 1. L’immense Régression, tomo 2. La leçon de Greta Thunberg).

   Nadie antes de él había escrito textos filosóficos por tomos de una manera tan insistente. Cada tomo continuaba una discusión que no sólo era expansiva en sus temas, sino también obsesiva en los detalles. La organización numérica de sus volúmenes indicaba que los libros en cuestión estaban pensados para formar parte de un todo que desde el principio había sido cuidadosamente pergeñado. Sin embargo, sus textos no funcionaban como unidades orgánicas, no eran un cuerpo al que la unión de sus partes mantenía con vida -como Platón y Aristóteles creían que pasaba con una obra literaria-, más bien eran máquinas analíticas que diseccionaban en distintos registros un mismo problema. Estos libros no eran obras temáticas, sino programáticas: cada volumen podía leerse, sin grandes dificultades, por separado. Y a pesar del enorme esfuerzo intelectual que implicaba organizar una obra en volúmenes, Stiegler se dio el tiempo de escribir muchos otros textos, artículos, colaboraciones en libros y conferencias, que si bien ahora sí pretendían discutir cada uno un tema en concreto (ya fuera el futuro del trabajo ante la automatización tecnológica, la estupidez generalizada del neoliberalismo o las ideas que alimentan a la extrema derecha en Francia), de alguna manera seguían siendo una prolongación de su propio ecosistema teórico y conceptual.  

   Pero si hay un rasgo distintivo de su obra es sin duda su escritura. Aunque al principio se apropió y redefinió algunos términos de la fenomenología husserliana y heideggeriana, no tardó en acuñar sus propios significantes. Que un filósofo cree sus propios conceptos no es  algo sorprendente -acuñar conceptos, dice Deleuze, es la tarea poética del pensamiento-. Tampoco es extraño que utilice los conceptos de una determinada tradición y los resignifique: no hay un filósofo que no haya reescrito, a partir de las obras del pasado, el lenguaje de nuestras ideas. Lo que es verdaderamente excepcional y difícil de conseguir, la prueba de fuego para todo pensador, es que sus conceptos articulen una lengua propia dentro y fuera de su obra. Un gran filósofo no sólo propone una forma peculiar de pensar, sino también una nueva manera de hablar; toda filosofía inventa una nueva gramática del entendimiento. Heidegger nos hace hablar una neolengua con sus obras y lo mismo hicieron, cada uno a su manera, Nietzsche y Foucault, Derrida y Marx, Butler y Arendt. Esa neolengua siempre es una forma sui generis de acceder a la realidad. En ese sentido Stiegler fue un filósofo en toda regla. Había en sus libros un deseo irresistible de acuñar palabras para todo, de redefinir realidades conceptuales, de forjar términos analíticos y, en última instancia, de comprender y descifrar la realidad. Ese era su sello distintivo. En sus primeras obras se percibe el entusiasmo de quien quiere darle un nombre a todo por primera vez, como si se encontrara en los primeros días de la creación del mundo.

 

                                                                                                                                                            ***

 

   Su impulso renovador de la gramática filosófica fue adquiriendo gradualmente otros matices e intensidades. En la medida en que sus investigaciones pasaron de ser una aguda reflexión fenomenológica sobre la técnica a convertirse en un análisis pormenorizado del modo en que la tecnología industrial condiciona cognitiva y emocionalmente a los sujetos, su escritura se volvió, según algunos estudiosos, «más pesimista». Stiegler siempre negó este cambio de tono en sus textos, arguyendo que la simiente de sus preocupaciones posteriores sobre el influjo de los sistemas técnicos en la psique de los individuos ya estaba presente en sus primeros libros; sin embargo, si leemos con cuidado sus obras, veremos que algo en su interior había comenzado a moverse y ya no iba a parar. 

   En los dos tomos que conforman De la misère symbolique formuló una crítica mordaz a las tecnologías audiovisuales del entretenimiento y la comunicación digital. La tesis central de estos libros es que en la era del capitalismo hiperindustrial -así llamaba Stiegler al neoliberalismo- dispositivos como la televisión y las plataformas de comunicación, información y entretenimiento del mundo digital -como Facebook, Twitter, Google, Amazon o Youtube-, se encargan de formatear la mente de los individuos para inocular en su interior formas de pensar, de sentir y de vivir que sean afines a las necesidades económicas del mercado. Los programas de telerrealidad, los videos virales en Youtube o las series de moda de Netflix, por poner sólo algunos ejemplos, hacen algo más que sólo entretener a las personas: configuran su interioridad. Las personas comienzan a sentir, a pensar y a hablar de la misma manera; el vocabulario de sus afectos, las imágenes de sus recuerdos y la expresión de sus ideas reflejan poco a poco una monótona similitud. La singularidad de cada individuo es irresistiblemente devorada por la uniformidad de la masa. Deleuze creía que esta uniformidad intelectual era el arma más poderosa y efectiva del neoliberalismo: creaba sujetos dóciles y fácilmente explotables. Si anteriormente, como demuestra Foucault, se controlaba a los sujetos a través de la disciplina y la coacción física, ahora se hace mediante contenidos audiovisuales que ya no tienen la apariencia coercitiva de antaño: la mejor forma de controlar la mente de alguien es, sin duda, a través del entretenimiento. 

   El saldo del formateo mental que operan los medios audiovisuales en el neoliberalismo, para Stiegler, es una terrible pobreza intelectual. Las personas pierden la capacidad de pensar por sí mismas, de usar la imaginación, de ser creativas, y en última instancia, de reafirmarse como individuos con deseos e inquietudes particulares. Se convierten en meros sujetos pasivos, autómatas que replican una y otra vez formas hegemónicas de pensar, de vivir y de actuar. Por eso las tecnologías audiovisuales -a las que llama «tecnologías de la sensibilidad»- son tan importantes para la economía neoliberal: se encargan de formatear la psique de los individuos para hacer que la rueda de consumo no se detenga. Pocos autores han dado un peso tan importante a los medios audiovisuales en las dinámicas económicas del neoliberalismo como Stiegler: a final de cuentas las mayores guerras económicas de nuestro tiempo no son las guerras arancelarias entre superpotencias hegemónicas, sino las que buscan el control del tiempo mental disponible de cada individuo a través de las plataformas digitales. El nuevo campo de batalla del capitalismo hiperindustrial es la subjetividad. Y ante la miseria simbólica que genera por todas partes el neoliberalismo, el vocabulario de Stiegler en estos libros se vuelve particularmente corrosivo: actualmente, insiste, nos enfrentamos a una terrible «catástrofe de lo sensible», a la «estupidez generalizada» como forma de vida, a la «cretinización» constante de las masas e incluso, por momentos, a una profunda «vergüenza de ser humanos».

   En los siguientes años, el pesimismo que ya se vislumbraba en algunos de sus textos va a permear prácticamente todo su discurso. El constante formateo cognitivo de los medios audiovisuales en el neoliberalismo, afirmará, no sólo condiciona la mente de las personas, sino también su sensibilidad (aisthesis es el término que utiliza Stiegler). Para que realmente sea efectivo el control de la psique de los sujetos y el consumismo se convierta en una forma de vida, es necesario que el formateo cognitivo, también sea al mismo tiempo un formateo afectivo: que los sujetos piensen y sientan de una determinada manera, que sus deseos y sus pensamientos estén configurados -tanto como sea posible- con los elementos y valores que aporta el mercado neoliberal. Stiegler explica al detalle -con una retórica que era cada vez más rebuscada y obsesiva- de qué modo opera este doble condicionamiento y cuál es el papel que desempeñan en todo este proceso las industrias audiovisuales del entretenimiento, la información y la comunicación de la era digital, y entre la intrincada maraña teórica que urde en sus textos, uno de los elementos que elabora con más insistencia es la imposición, en el seno de la subjetividad neoliberal, de una frenética hiperaceleración que erosiona progresivamente nuestra capacidad para pensar y sentir. 

   Hay tanta información disponible en internet, la oferta de contenidos audiovisuales es tan abrumadora, la presión del marketing y la publicidad es tan acuciante y nuestra capacidad para asimilar toda la información que recibimos es tan limitada, que al final nos vemos obligados a consumir rápidamente la información sin prestarle demasiada atención a su contenido, sin procesarla, analizarla o digerirla. No hay tiempo para pensar, elaborar ideas, articular un discurso y, como consecuencia, tampoco hay tiempo para concentrarnos en una cosa concreta o sentirnos atraídos libidinalmente hacia algo, es decir, no queda tiempo para seguir nuestro deseo. El ritmo frenético de los medios digitales provoca un cortocircuito en el despliegue del deseo humano que tiene efectos catastróficos en la sensibilidad de las personas: en este caso, es la aparición de una hiperactividad compulsiva que no moviliza el deseo. Los sujetos del neoliberalismo, abrumados por los ritmos de consumo que imponen los medios audiovisuales, saturados cognitivamente por la cantidad de información que consumen diariamente desde sus dispositivos tecnológicos, congestionados por la sobreestimulación e hipersolicitación del mundo digital, experimentan un profundo agotamiento emocional. 

   Stiegler nos muestra que las formas más sofisticadas de control -afectivo e intelectual- en las sociedades hiperindustriales conducen fatalmente a una especie de nihilismo caracterizado por una profunda desafección emocional. Si despojamos a los sujetos de la capacidad de pensar y de sentir, de proyectarse en su propio deseo, de afirmar su particularidad como individuos; si los reducimos a la condición de meros consumidores pasivos, invariablemente terminará por invadirlos esa desafección en la que todo carece de sentido. Miseria simbólica, formateo cognitivo, control psíquico, explotación de la mente de los sujetos, estupidez generalizada, desafección y apatía, hiperactividad sin deseo…todo esto hace del neoliberalismo, de acuerdo con los análisis de Stiegler, una catástrofe intelectual de dimensiones apocalípticas. El pesimismo de sus libros parece plenamente justificado. Y sin embargo, su desencanto hacia la lógica del neoliberalismo no lo condujo a una lamentación perpetua o a una melancolía insuperable (como ocurre con algunos pensadores e intelectuales de nuestra época); al contrario, la necesidad de resistir a la actual degradación afectiva e intelectual de la vida humana ha sido el mayor impulso de su pensamiento. Stiegler creía que sólo a través de la reflexión y el pensamiento podremos idear formas de superar el condicionamiento cognitivo y la destrucción del deseo propio de las sociedades hiperindustriales. La filosofía es algo más que una reflexión sobre la realidad: es, al mismo tiempo, una poderosa arma para transformarla. En lugar de volverse un pesimista irredento, Stiegler se reafirmó como militante, y a diferencia de sus años de juventud dentro de células comunistas, esta vez practicó una militancia mucho más ardua y exigente, más honesta y difícil, más inteligente y cuidadosa: la militancia del intelecto. 

   A través de sus libros, conferencias, artículos, entrevistas y publicaciones combatió eso que llamaba «la locura» del neoliberalismo. El traje de académico, poco a poco, le fue quedando corto y en algún punto casi fue reemplazado por una espesa armadura conceptual. Sus textos tenían la difícil tarea de idear formas creativas para resistir y superar el condicionamiento cognitivo de la era digital. En Dans la disruption definió de esta manera su militancia intelectual: «no renunciaría jamás a continuar estudiando, a documentar, observar, analizar y criticar este devenir para tratar de encontrarle salidas que permitan superar la prueba, es decir, producir un porvenir.[3] Estaba obsesionado con superar la estupidez generalizada de las sociedades hiperindustriales. No iba a parar, aunque él mismo insistiera en sus libros, en que la única solución contra el condicionamiento cognitivo era detener la frenética maquinaria cognoscitiva e intelectual del neoliberalismo. Para frenar la hiperactividad del neoliberalismo utilizó, paradójicamente, la hiperproductividad de la teoría. Sin darse cuenta, trató de vencer la locura neoliberal con la misma lógica de la locura neoliberal: si el capitalismo cognitivo era hiperdemandante, imponía una frenética aceleración mental, saturaba cognitivamente a los sujetos y convertía a las personas en máquinas que se explotan a sí mismas hasta la extenuación, sus libros -armas de guerra contra esa mentalidad enajenante-, pensarían obsesivamente, reflexionarían sin tregua ni descanso, denunciarían las trampas de los medios digitales una y otra vez, deconstruirían compulsivamente al neoliberalismo y, en resumen, combatirían sin parar. Su lenguaje -ya de por sí proclive a la repetición y el análisis obsesivo- terminó siendo una máquina hiperproductiva de ideas, conceptos, análisis, reflexiones y críticas. 

   Al final, sus libros fueron invadidos por una desquiciante hiperactividad que terminaba produciendo, en la experiencia de lectura, una sensación similar a la de los ritmos frenéticos del neoliberalismo: saturación cognitiva, hiperactividad mental, frenética hiperproductividad, abulia y tedio. El militante del intelecto se convirtió en una máquina conceptual hiperactiva. Stiegler quería evitar ser consumido por la locura hiperproductiva del neoliberalismo, se resistió con todas sus fuerzas a esa lógica, reflexionó desesperadamente para salvarse, y no se percató de que, después de todo, su retórica hiperacelerada, las cursivas recurrentes de sus obras, las repeticiones obsesivas, la terminología reiterada, la hiperproducción conceptual y el lenguaje rebuscado y autorreferente, eran una prueba irrefutable de que esa locura hiperproductiva a la que tanto temía ya se había infiltrado en su lenguaje. A lo largo de sus obras, Stiegler se resistió con desesperación a que ocurriera algo que, en más de un sentido, ya había ocurrido.

 

                                                                                                                                                       ***

 

Un par de años antes de que Stiegler entrara en prisión, Michel Foucault publicó Vigilar y castigar, su famoso ensayo sobre el nacimiento de las prisiones. Una de las ideas centrales de este libro es que el poder se manifiesta mediante la disciplina del cuerpo y que, bajo esa perspectiva, las cárceles representaban la perfecta materialización del poder en la modernidad. El encierro era sobre todo una forma de disciplinar a los sujetos, de corregir sus deseos, de castigar sus excesos, y, en última instancia, de esculpir un alma que funcionara como la cárcel del cuerpo. Pero al mismo tiempo, Foucault reconocía que este poder disciplinario podía llegar a ser también muy subversivo: si, el encierro limita y coacciona a los individuos, pero también puede desplegar su interioridad. Y no existe mayor espacio de sometimiento y subversión que la interioridad humana. La paradoja de la sujeción es que, al mismo tiempo que somete a los sujetos, crea en su interior las condiciones de su propia emancipación. Si el poder carcelario no sólo somete a los sujetos, sino que también crea su alma, si los empuja cada vez más hacia su interior, si los entrena en el silencio y la introspección, si los encierra mentalmente en un espacio íntimo en el que se juegan deseos, fantasías, ilusiones y expectativas, entonces aporta una gramática básica para la introspección que podrá, en determinados contextos, o domesticar a los sujetos hasta la docilidad u orillarlos finalmente a la rebeldía. La cárcel -como metáfora de la interioridad- no sólo es un encierro que disciplina al cuerpo, es también un hábito que puede llegar a fortalecer el deseo, el pensamiento y la reflexión. Y quizá nadie haya experimentado en carne propia la fuerza esta paradoja como Bernard Stiegler.  

   Los locos, marginados, inadaptados, dementes y desviados que habían poblado los libros de Foucault, vivían en sociedades en las que el encierro físico era una forma hegemónica de control, sociedades en las que existía una clara distinción entre el adentro y el afuera, una separación -normativa, legal, espacial, moral y social- entre lo normal y lo patológico. En ese universo de presidios y manicomios, de marginación y subversión, de ciudadanos y parias, vivían Genet y Artaud, grandes personajes foucaultianos del encierro carcelario y psiquiátrico. Sin embargo, el encierro de Stiegler fue de otra naturaleza: mientras Genet siempre reafirmó una libertad radical que lo hizo querer escapar de todas partes -del orfanato, de su casa adoptiva, del presidio, de la sociedad- y Artaud, en su ingobernable creatividad, impugnaba los límites gnoseológicos de la reclusión psiquiátrica (la institución del «gran encierro» fue la gran protagonista de la Historia de la locura en la época clásica), Stiegler, por el contrario, buscó a su modo recrear ese encierro que, pese a todo, había sido tan formativo intelectualmente en su juventud. No quería escapar de la sociedad, sino hacerla realmente posible, y para ello trató de reconstruir el espacio de la interioridad, del deseo y la reflexión, porque sabía que no hay sociedad sin individuo y que no hay individuo sin la rica dimensión subjetiva de la interioridad. Su objetivo principal fue recrear la interioridad que habían destruido las tecnologías digitales del capitalismo cognitivo, para volver habitable el mundo exterior. El contraste entre ambas visiones es total: mientras unos querían huir del encierro, el otro había encontrado en la experiencia de su propio encierro la posibilidad de cultivar el espacio de su interioridad (base de la introspección y la reflexión). 

   El motivo principal de este cambio de acento sobre el encierro es que el mundo de Genet y Artaud, no era el mismo que el de Stiegler: el poder hegemónico de las sociedades neoliberales es sensiblemente distinto al poder disciplinario de las cárceles y los psiquiátricos. El condicionamiento cognitivo-afectivo de los medios digitales, si bien no encierra espacialmente a los sujetos o los recluye en celdas y pabellones, hace algo quizá mucho peor: estrecha sus mentes. Estamos ante una extraña forma de encierro característica del capitalismo hiperindustrial: el de la falta de interioridad. Los sujetos neoliberales son presas de un automatismo cognitivo que eviscera su inteligencia, su deseo y su interioridad y que, a la larga, vacía su vida completamente de significado. La nueva cárcel del neoliberalismo es la brutal intemperie sin interioridad. 

   Stiegler luchó contra esa estrechez mental; luchó a través de sus libros y conferencias, artículos y entrevistas. Escribió incansablemente para denunciar el enorme riesgo de permitir que los medios audiovisuales nos recluyan en la estupidez generalizada y la falta de sensibilidad. Pocos escritores han practicado una militancia intelectual tan desesperada: decía que «filosofaba para no enloquecer», que nos enfrentamos «a una nueva barbarie» y que la vida humana está en camino de perder «todo lo que hace que valga la pena de ser vivida». Era tal su obsesión en combatir la locura cognitiva del neoliberalismo, que sus reflexiones se volvieron engorrosas y repetitivas; abusó con mucha frecuencia de los términos en cursivas, inundó de «logorreas racionalizantes» páginas enteras, hizo de sus neologismos variaciones sobre un mismo tema, publicó textos de manera frenética y, sobre todo, convirtió una reflexión rica y plural en una actividad monotemática y reiterativa. Mientras más insistía en la imperiosa necesidad de escapar del control mental de los medios audiovisuales, más repetitivo se volvía, como si la hiperactividad conceptual de sus textos se debiera antes a su incapacidad para escapar de la lógica productiva del neoliberalismo que a la promesa de llegar a hacerlo. 

   Así, sin darse cuenta, Bernard Stiegler construyó en sus libros una poderosa prisión conceptual en la que se encontraba preso. Trataba de escapar de la estupidez generalizada del neoliberalismo y sus grandes crisis, pero sólo conseguía enclaustrarse en esa imbatible prisión conceptual. Estaba preso en una cárcel de ideas y conceptos, de reflexiones compulsivas y análisis angustiosos; estaba preso en una lógica hiperproductiva ahí donde debió haber encontrado la liberación. Esa cárcel no tenía rejas ni muros inexpugnables; la prisión conceptual de sus libros no tenía nada que ver con el encierro formativo de su juventud; de hecho, la cárcel de la hiperproductividad conceptual erosionaba la posibilidad de encontrar refugio en su interioridad. El pez volador se había quedado fuera del agua y batallaba afanosamente por su vida, retorciéndose en la intemperie. En algunos de sus últimos libros como Dans la disruption, comment ne pas devenir fou? y Qu’apelle-t-on panser?, la combinación de hiperproductividad teórica y desesperación, transmitían la sensación de que cada vez que ese hombre denunciaba «una terrible catástrofe» humana, «una desafección» emocional generalizada y la falta de esperanza y porvenir, su discurso se asemejaba a una confesión. Su pensamiento al final era un grito desesperado. Sus libros gritaban. A través de las palabras rebuscadas, los neologismos repetitivos, las cursivas insistentes, su pensamiento gritaba. Gritaba escribiendo, publicando incansablemente, como si cada palabra fuera una marca más dentro de esa cárcel irrespirable que lo asfixiaba. Gritaba como lo haría un preso que mira con desesperación cómo su celda se va haciendo cada vez más y más estrecha.

 

                                                                                                                                                                   ***

 

   Encerrado en esa cárcel conceptual, Stiegler estaba inmerso dentro de un monólogo infinito que tenía lugar en sus libros, un monólogo en el que sus palabras resonaban por todas partes, un parloteo en el que sus reflexiones se volvieron tan autorreferentes que no sólo citaba una y otra vez las obras que ya había escrito…sino también las que estaba por escribir, como si se tratara de un diálogo frenético consigo mismo en medio de ninguna parte. El ruido incesante de sus ideas, le impidió acceder a una experiencia fundamental que había tenido años antes en el presidio. Dentro de la cárcel había desarrollado un gusto particular por el silencio, algo que en sus convulsos años de formación intelectual fue para él profundamente revelador. «Lo interesante», confesó, «era no hablar, escuchar lo que se oía en el silencio» porque «cuando guardamos silencio “eso” comienza a hablar». El silencio nutricio que animó sus primeros libros fue desapareciendo en la medida en que su propio discurso se desplegaba. Más adelante, cuando sus textos se volvieron cárceles conceptuales, el silencio se volvió imposible. Pero si leemos con atención sus libros, si escuchamos con cuidado a través de su verborrea racionalizante, sus rebuscadas construcciones teóricas y los giros de su lenguaje sobre su propio eje, encontraremos, como un trasfondo del que se recorta su pensamiento, un silencio que se filtra en cada una de sus palabras. Es el silencio del vacío. Y ese silencio es en realidad un vacío que ninguna obra, reflexión, palabra o filosofía puede colmar. Es el vacío de nuestro tiempo que tanto quería evitar pero que al final terminó por devorarlo. El silencio que se ocultaba detrás de sus palabras -y esto debemos decirlo suavemente y en voz baja- había terminado por vaciar casi todo de significado. Lo que quedó fue una maravillosa cárcel conceptual construida sobre el vacío, un monumento a la genial lucha de un hombre contra la monstruosidad de su tiempo. Lo que quedó fue una escritura que hablaba más allá de sus palabras. ¿Seremos capaces de comprenderla? 


 

[1] Entrevista con Florent Latrive para el diario Libération, 28 de julio de 2003

[2] Entrevista Philomag disponible en: « https://www.philomag.com/articles/bernard-stiegler-la-prison-ete-ma-grande-maitresse»

[3] íbid., p. 107

2022-04-07 | 11:39:13am - Autor: Sergio Rodia