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«Flaubert y la crisis de la feminidad» (Segunda parte)

El siglo de la feminidad 

 

   El diagnóstico de Emma Bovary se repetiría constantemente, sobre todo en el seno de la vida familiar burguesa, a lo largo de todo el siglo. Las mujeres de la época padecían recurrentes «enfermedades nerviosas», inexplicables somatizaciones y desconcertantes alteraciones emocionales, que, en la medida en que el fenómeno se fue expandiendo especialmente en las clases acomodadas, volviéndose cada vez algo más común, dio lugar, alimentado por prejuicios, ideales, convenciones sociales y códigos morales, a la configuración de la imagen prototípica de la mujer histérica. Una prueba de la relevancia social que alcanzó el tema es que la psiquiatría de la época se volcó de llenó en tratar de encontrar el origen de la histeria. El famoso neurólogo francés Jean-Martin Charcot inauguró, a finales del siglo XIX, en el legendario Hospital de la Salpêtrière -un viejo edificio situado en el margen izquierdo del Sena- una cátedra de neurología y enfermedades del sistema nervioso, en la que decía poder tratar, e incluso curar, la histeria. Hasta ese momento los tratamientos para la histeria eran tan amplios e inespecíficos como el cuadro clínico de la enfermedad: iban desde azotes y baños con agua helada hasta confinamiento forzado o severos regímenes corporales. Charcot tuvo el mérito de dotar al sufrimiento psíquico de las mujeres histéricas de otra narrativa. La Salpêtrière, ese «museo de hechos clínicos» como lo llamó Freud, fue el fascinante escenario en el que dio rienda suelta a sesiones experimentales de hipnosis, cátedras involuntariamente teatralizadas y sorprendentes crisis de histeria inducidas, ante un nutrido grupo de estudiantes, que destacarían por impulsar un nuevo enfoque sobre el que se consideraba el padecimiento femenino por excelencia. Lejos ya de la idea de que la histeria tenía un origen orgánico en el útero, Charcot se adentró en la dimensión psíquica del problema.

   Las fotografías e imágenes que Georges Didi-Huberman recopiló en El nacimiento de la histeria. Charcot y la iconografía fotográfica de la Salpêtrière, nos dan una idea de la espectacularidad que envolvía al fenómeno histérico: mujeres contorsionándose ante la mirada atónita de estudiantes -varones-, que veían con asombro cómo su maestro, en su condición de director de escena, presidía la cátedra, en una curiosa estampa que recordaba más un montaje que un análisis clínico. Freud dice que Charcot «era, como él mismo se nombraba, un «visuel», un vidente»[1]. De octubre de 1885 a febrero de 1886, el joven Freud viajó a París para estudiar la histeria, sin saber que ese viaje transformaría su visión del mundo y le daría los elementos necesarios para fundar más adelante el psicoanálisis. El cuerpo histerizado de las mujeres tenía un atractivo irresistible para la psiquiatría decimonónica y los discursos médicos sobre el cuerpo y la sexualidad. Si Charcot, el vidente, fue unos ojos para las histéricas, Freud se convertiría más adelante en sus oídos. 

   Pero esa espectacularidad que alcanzó el estudio de la histeria a finales del siglo -y que desembocó en el nacimiento del psicoanálisis-, fue el resultado de un largo y complejo proceso en el que el sufrimiento femenino poco a poco fue adquiriendo unos contornos más nítidos. En la época en que Flaubert escribió Madame Bovary, los estudios sobre la histeria apenas comenzaban a adquirir mayor congruencia clínica: sólo tres años después de la publicación de la novela, Paul Briquet escribió su famoso Traité clinique et thérapeutique de l’Hystérie, obra que abriría el camino para las posteriores indagaciones clínicas que confluirían, décadas después, en la cátedra de Charcot -y a través de él, en los estudios sobre la histeria de Freud-. La histeria seguía siendo a mediados de siglo una realidad social aun incomprendida -o torpemente configurada-, pero que condicionaba cada vez de manera más decisiva el imaginario social sobre los roles de género y el papel de las mujeres en la sociedad. Sin proponérselo, con su novela Flaubert le dio voz y forma a un fenómeno que aún no encontraba una completa formulación en la sociedad, haciendo circular en la ficción conflictos que impregnaban las relaciones personales de su tiempo: su novela no representó la realidad, hizo hablar, a través de su trama, un malestar de la época. María Rita Kehl habla en este caso de «una “solución de compromiso” presente en la ficción «entre las expresiones tradicionales, ya en crisis, de la cultura burguesa decimonónica y las tentativas de dar voz a lo emergente, a los nuevos fenómenos sociales que todavía no tenían un lugar simbólico establecido»[2].

   Madame Bovary no sólo es una historia sobre la inagotable frustración de una mujer: también es el testimonio de cómo, en los pliegues más íntimos del deseo femenino, se hace añicos el ideal de feminidad de una época.

   Cercana a las tesis de Foucault, Kehl investiga la aparición y desbordante multiplicación, en el siglo XIX, de los discursos que trataban de controlar y normativizar los cuerpos y la sexualidad, en el marco de un modo de vida burgués y heterosexual, colocando en el centro de la escena social a la familia tradicional. Para convencer a toda una época de que los roles sociales y de género conducían invariablemente al matrimonio y el hogar, estos discursos se encaminaron a justificar, a través de la ciencia y la moralidad (en el siglo XIX, ambos discursos con frecuencia se confunden) un determinado ideal de feminidad en el que las mujeres, aparentemente «por naturaleza», buscaban ardorosamente convertirse en amas de casa, madres abnegadas y fieles acompañantes de sus maridos. Que las mujeres se esforzaran por acoplarse a ese ideal de feminidad dio lugar, de manera sintomática, a la explosión social de la histeria.

  La historia del control sobre las mujeres -y específicamente, sobre sus cuerpos- puede rastrearse prácticamente desde los inicios de la civilización. Pero dentro de esta historia que hizo de las mujeres, a lo largo del tiempo, concubinas, monjas, brujas y esposas, la creación moderna del ideal de feminidad merece una mención aparte por la manera en que influyó en la construcción médica y social de la histeria, y, en este punto, quizá pocos autores habrían contribuido más a la consolidación de ese ideal como lo hizo Rousseau. Sus tratados sobre el origen de la sociedad, su encendida defensa de la libertad humana, su razonada articulación del asambleísmo político y sus argumentos a favor del contractualismo entre iguales, lo condujeron de, manera inesperada, a pensar que podría hallar la naturaleza de la feminidad. El mismo autor que intuyó que detrás de todo hombre civilizado europeo se escondían los restos de un buen salvaje casi desaparecido por el peso de la educación y la hipocresía moral, creyó haber encontrado también la esencia de «lo femenino». 

   Rousseau consideraba que las mujeres no eran aptas para ciertas tareas y que, a causa de esa limitación ontológica e intelectual, su actividad de manera natural debía limitarse a la crianza de los hijos y el cuidado del hogar. Esto significaba que las mujeres, por naturaleza, estaban destinadas a realizarse como madres dentro de los estrechos límites de la familia. Las actividades intelectuales, políticas y sociales, no eran propias de su género. Dueñas de una sexualidad peligrosa e irracional, Rousseau pensaba que las mujeres debían ser domesticadas para que respondieran al llamado natural de la feminidad. Sus tesis influyeron de manera decisiva en muchos pensadores, entre ellos, Pierre Roussel, quien en su tratado titulado Du système physique et moral de la femme, publicado en 1775, respaldó los discursos que defendían la subordinación de las mujeres a los hombres, basados en la creencia de que la feminidad volvía a las mujeres dóciles y sumisas -cualidades apropiadas para el cuidado de los otros y la crianza de los hijos-, y neutralizaba los excesos de su propia sexualidad. Ya para el siglo XIX, estos prejuicios habían arraigado firmemente en el fondo de la moral burguesa, elevando al nivel de ideal, las características que algunos atribuían a la feminidad. 

   Esposa dócil, madre abnegada, un ser socialmente insignificante reducido a mero apéndice del marido o parte del mobiliario emocional de la familia burguesa (las páginas que Kehl retoma de Montesquieu, Voltaire, Stuart-Mill y Stendhal, deplorando con rabia estas ideas atrasadas y sexistas, agitan la historia del pensamiento moderno), todos estos rasgos condensaban en la mentalidad de las sociedades occidentales, la esencia de la feminidad. Pero el sometimiento de las mujeres a esos ideales creados desde una fantasía masculina, nunca fue absoluto, ni sin resistencias; ahí es donde irrumpe la histeria, como un síntoma de la crisis de la feminidad. El caso de Emma Bovary es un ejemplo paradigmático. Como ella, muchas mujeres burguesas se rebelaron contra la idea de realizarse naturalmente como madres y esposas, abnegadas y sumisas, y lo interesante de esta insubordinación es que fue alimentada por la ficción novelada. En el siglo en el que se consolida la novela y el arte narrativo alcanza sus cotas más altas, las mujeres se convierten en ávidas lectoras porque, al ser privadas de una rica vida pública y social mediante la reclusión en el espacio íntimo del hogar, encontraron en los libros y las historias de romance y aventuras, una válvula de escape a la opresiva realidad que les tocaba vivir. María Rita Kehl plantea una hipótesis fascinante: en el epicentro de la crisis de la feminidad decimonónica se encuentra la literatura porque, si por un lado ayudo a consolidar y transmitir los ideales y valores morales propios de la familia burguesa, también inoculó en las lectoras que se zambullían en sus historias, un ansia desmedida de aventuras, romances y deseos que, irónicamente, sólo podían tener lugar al margen de la estructura clásica del matrimonio.

   De esa manera, la literatura puso en jaque a la imaginación moral de la época. Por un lado circulaban con éxito las novelas rosa y de aventura en plena explosión del romanticismo, en el que las heroínas morían de amor y se entregaban a audaces existencias plagadas de riesgos, intrigas y deseo; pero por otro lado, el ámbito doméstico había sido cuidadosamente diseñado, como una especie de corsé imaginario, para que respondiera a un orden pretendidamente natural en el que los hombres mandaban y las mujeres obedecían. La disparidad entre un mundo alimentado por la fantasía y los estrechos límites de la feminidad, sólo podía conducir a una crisis epistémica dentro del cuerpo de las mujeres. Lo que novelas como Madame Bovary o Anna Karenina ponen en evidencia es un dislocamiento entre aquello a lo que aspiraba una mujer y el ideal de feminidad que les imponía la época.

   Si entendemos que en ese contexto Emma Bovary es una inconformista, entonces es fácil ver que esta mujer crónicamente insatisfecha es algo más que una víctima de un puro deseo irracional e insaciable: en realidad su padecimiento es una enfermedad del cuerpo social; por eso, ni Homais ni Charles pueden entender el hecho de que Emma se ahogue en la estrechez de la vida burguesa: porque, sin darse cuenta, ellos son parte del problema

   Donde es más evidente la disparidad entre las aspiraciones emancipatorias de las mujeres burguesas y el ideal que la sociedad trataba de imponerles, es en la tajante separación que existe dentro de «Madame Bovary», es decir, la diferencia que se abre entre las dos Madame Bovary: por un lado, la madre de Charles, prototipo de la maternidad sufrida, el cumplimiento de la etiqueta social y la feminidad entregada, y, por el otro, Emma, la rebelde soñadora, adúltera y arrebatadora, para la cual tener una hija sólo representó echarse una cuerda al cuello. El abismo entre dos mujeres que comparten el mismo apelativo, «Madame Bovary», lleva a la novela a un nivel de subversión, a una disolución de la feminidad decimonónica, difícil de encontrar en otras obras. Un mismo nombre encarna dos destinos divergentes. 

   Al inicio de la novela, en el preludio donde se esboza a grandes rasgos la personalidad infantil de Charles, Flaubert nos presenta un ejemplo perfecto de cómo la frustración femenina toma cuerpo en la primera Madame Bovary. El padre de Charles es el típico fanfarrón de pueblo: buen mozo, con patillas unidas al bigote, recio, con los dedos cubiertos de sortijas y vestido de llamativos colores, logra engatusar a la hija de un tendero y se casa con ella para vivir de su dote. La joven esposa, como se esperaba en la época, «le amó con mil servilismos». Flaubert nos presenta la triste metamorfosis que se operó en esta joven mujer enamorada, cuando quedó atrapada en las redes de la vida conyugal: «ella, tan jovial antes, tan expansiva y tan enamorada, se volvió al envejecer (como un vino que, destapado, se avinagra) de carácter difícil, quejona, nerviosa». En las líneas que siguen está condensada como un puño cerrado la vida marital de esta mujer:

 

«¡Había sufrido tanto al principio, sin quejarse, cuando le veía correr detrás de todas las zorronas del lugar y volver por la noche de veinte tugurios, hastiado y apestando a borrachera! Después se le encalabrinó el orgullo y se calló, tragándose la rabia con un estoicismo mudo, que conservó hasta la muerte»

 

   A diferencia de Emma, la primera señora Bovary tenía que encargarse de todo en su casa, desde hacer trámites que consumían buena parte de su día hasta, cuando regresaba, lavar, planchar, coser y vigilar a los jornaleros. Era la gobernanta de un reino en el que, irónicamente, vivía sometida. Cuando Emma finge ser una esposa perfecta y madre abnegada para no reconocer la atracción que siente hacia León, parece que la ha poseído el espíritu de su suegra, la mujer hegemónica, la primera Madame Bovary. Lo único que una mujer del siglo XIX puede esperar del ideal romántico del matrimonio, es consumirse como una vara seca y agriarse como un vino pasado. La madre de Charles, símbolo de una feminidad sufrida pero resignada, censurará más tarde que Emma lea novelas, e intriga para que su hijo rescinda la suscripción a las revistas que lee su esposa, porque de lo contrario, se convertirá en una evaporée. Su vida es brutalmente insatisfactoria, pero como no parece haber en su interior ningún otro deseo (salvo el amor propio «de una mujer»), se limita a cumplir con el ideal femenino de su tiempo; la recompensa que recibe por entregar su vida a ese ideal, es asegurarse un lugar fijo dentro del orden social. Tanto la primera Madame Bovary como Madame Langlois, Madame Caron, Madame Dubreuil, Madame Tuvache o Madame Homais llevan existencias que armonizan con los tiempos: son madres, hablan poco, se encargan de su hogar y no piden mucho para sí mismas. Pero por añadidura, no parecen estar vivas en la novela, son tan rígidas e insignificantes como una pieza de cartón…aunque, probablemente, por dentro ardieran en el infierno personal de la feminidad.

  El problema de Emma fue que las lecturas la hicieron soñar con un mundo que la realidad de su tiempo le negaba[3], aspiraba a una existencia de la que seguramente ninguna de las mujeres de la novela podían imaginarse. Así, llena de sueños y fantasías, se rebela contra un ideal, no porque fuera irrealizable, sino porque era insostenible.

   Lo que la salvó del estrecho destino que le deparaba la feminidad fue exactamente lo mismo que terminaría por costarle la vida: el ansia de libertad. 

 

 

El doctor Flaubert

 

   Es proverbial el desprecio que Flaubert siempre prodigó hacia la forma de vida burguesa. Cabe recordar, no sin cierta ironía, que él mismo creció y se desarrolló en el seno de una familia burguesa y que, pese a no compartir -o más bien, aborrecer- los valores morales de ese grupo, siempre vivió rodeado de cierto aburguesamiento. Esa contradicción, que llevó a Nabokov a señalar que «para Flaubert un bohemio como Marx era la encarnación del burgués, y para Marx lo era un Flaubert, rentista», lo acompañará toda su vida. 

   Sin embargo, su repudio hacia la clase burguesa enmascaraba un conflicto más vivo e intrincado: la relación con su padre. El Dr. Achille-Cléophas Flaubert, era un famoso médico en una ciudad de provincia, esperanzado en que su hijo estudiara leyes y se abriera paso en el ejercicio de una profesión liberal. Pero Gustave, un niño taciturno de salud quebradiza, tenía otros planes en mente: desde muy pequeño quedó hechizado por la literatura y muy pronto decidió que sería escritor, así que, conforme fueron pasando los años, toda su vida quedó consagrada a la ficción. Fantaseaba con historias y confesaba a sus compañeros que, como haría Kafka unas décadas después, sólo vivía por la literatura. Pero al igual que Kafka (ese gran flaubertiano que soñaba de manera recurrente con leer en voz alta, de corrido y ante un gran auditorio, toda La educación sentimental), su ardiente y precoz vocación literaria lo enfrentó directamente con la figura de un padre fuerte, de ideas firmes y apabullante éxito social. No es exagerado decir que Gustave fue un gran dolor de cabeza para el Dr. Achille Flaubert: el padre veía con malos ojos que su hijo no se interesara por nada que no fueran los libros. Siendo un hombre recio y fuerte, de carácter dominante y poseedor de un considerable prestigio que lo convertía en una autoridad en su materia (la admiración que despierta el Dr. Larivière en la novela, al parecer está inspirada en la figura de su padre), veía con decepción cómo su hijo, de complexión grande y maciza, pero con mirada melancólica y carácter antisocial, parecía no estar preparado para triunfar en el mundo. 

   El conflicto entre padre e hijo fue motivo de constantes tensiones que dejarían una huella indeleble en Flaubert (probablemente sea uno de los elementos que alimentarían su odio por la vida burguesa). Temeroso de que su hijo no hiciera nada en la vida, le propone un trato: Gustave viajará por Córcega y los pirineos, y al regresar, se incorporará a la carrera de leyes en París. Así lo hizo, pero las clases de derecho pronto le resultan aborrecibles, y decide robarle horas al estudio para continuar con sus escritos. Atrapado en las exigencias de una formación académica que no despierta en él ningún entusiasmo, escindido entre las expectativas de un padre que sólo puede ver en él a un abogado y su deseo, plenamente asumido, de convertirse en un escritor, soportando un estado emocional calamitoso, ocurre inesperadamente algo que cambiará su vida. Así lo relata Mario Vargas Llosa:

 

«Una noche oscura de enero de 1844, en los alrededores de Pont-l’Évêque, Gustave ha tenido la primera crisis de esa enfermedad que, padecida o elegida, muy oportunamente viene a librarlo de los estudios de leyes, de la obligación de «labrarse un futuro» que lo estaba enloqueciendo. El cirujano-jefe del hospital de Rouen no tiene más remedio que inclinarse: Gustave abandonará la universidad y permanecerá en casa, haciendo vida de inválido. Dos años después, se consolida su liberación: muere el doctor Flaubert, la sombra aplastante que todavía podía oscurecer su libertad (se dice que la amargura de ver a su hijo convertido en un inútil para la acción aceleró su muerte). El porvenir de Flaubert está trazado a partir de entonces en el sentido que quería: vivirá junto a su madre, de las rentas que ha dejado su padre, dedicado exclusivamente a leer y escribir»[4]

 

¿Por qué traer a cuento este hecho en la vida de Flaubert al escribir un ensayo sobre la crisis de la feminidad cuya expresión más acabada sería Madame Bovary? Porque el paralelismo que se establece entre Gustave y Emma, nos abre nuevas vías para comprender los efectos de la crisis epistémica de la feminidad, en un terreno que ha permanecido sensiblemente ignorado: la masculinidad hegemónica. Al igual que su heroína, Flaubert «enferma», pero pronto se ve liberado de las presiones que lo arrastraron a la enfermedad: queda libre para dedicar su vida a la literatura. En ambos casos, la enfermedad resulta misteriosa e incomprensible (a Emma la diagnostican de «enferma de los nervios» a falta de un diagnóstico más certero y a Flaubert lo abocan a convertirse en un convaleciente existencial a causa de unos repentinos ataques -presumiblemente- epilépticos). Mientras que la literatura perdió a Emma, fue lo único que pudo salvar a Flaubert. Pero en adelante, su triunfo se saldará a un precio muy elevado: hará vida de «inválido», tendrá una existencia ajena al prototipo de la masculinidad de su época, al modelo de éxito social de los hombres burgueses, representado en la figura de su padre. Vivirá con su madre y su sobrina en la provincia, lejos de París. 

   Como mujer burguesa, Emma es un escándalo; como burgués, Flaubert es un fracaso

   Si Emma es incapaz de sujetarse a las estrecheces de la feminidad, Flaubert tampoco puede hacerlo a la masculinidad hegemónica de su tiempo (en su abultado estudio, Sartre lo llamó un «gran histérico»), y para Maria Rita Kehl ese paralelismo, entre la heroína insatisfecha y el escritor histérico, está basado en la cercanía que existía entre la posturas que adoptaban los escritores que repudiaban el mundo burgués al estilo Flaubert y el asfixiante encierro social al que eran sometidas las mujeres:

 

«el escritor que se refugiaba del barullo del mundo burgués para crear una obra que no estuviera contaminada por valores y preocupaciones rastreros o “filisteos”, acababa por encontrarse, en su gabinete, separado de las bajezas y los peligros del mundo, en una posición mucho más próxima a la experiencia de las mujeres que a la de los hombres burgueses [paradigma de la masculinidad hegemónica del siglo], sus contemporáneos, batalladores de la vida material»[5]

 

   Sorpresivamente, la figura de Flaubert hace palpable un hecho descuidado en la crisis epistémica del siglo XIX: la histeria femenina como síntoma de algo que no marchaba bien en el cuerpo de las mujeres fue concomitante del silencioso y casi imperceptible desmoronamiento del pretendido carácter universal de la masculinidad hegemónica de la época.

  Flaubert no suscribió la mirada médica-masculina porque, a diferencia de Homais y los demás médicos de la novela -Charles incluido-, él no evaluó ni juzgó la conducta o padecimientos de Emma: se limitó a describir con veracidad la realidad que fabulaba. La novedosa técnica literaria puesta en marcha en Madame Bovary, que consistía en sustraer al autor de la escena, acabar con el autor omnisciente y darle paso al autor impersonal, es decir, en evitar esgrimir cualquier tipo de injerencia o digresión personal o moral sobre lo narrado, coloca a Flaubert en una posición sensiblemente distinta a la mirada clínica y masculina que sólo es capaz de ver en esas mujeres insatisfechas meras «enfermas nerviosas». Su mirada libre de prejuicios sobre la histeria nos permite descubrir que las «enfermedades nerviosas» que los médicos diagnostican en la novela, responden a la ceguera para encontrar, no en el cuerpo físico de Emma, sino en la construcción social de su cuerpo «femenino», el origen del malestar. La escritura flaubertiana nos muestra que los médicos fueron incapaces de comprender que la verdadera enfermedad era la feminidad.

   La mirada libre de prejuicios que Flaubert plasmó en la novela sobre la «enfermedad de Emma», su interés en encontrar los orígenes de su malestar, no en un manual de medicina, sino en la narración de su vida, la convicción de que el problema de fondo no emanaba del cuerpo de Emma sino del cuerpo social de la feminidad burguesa y su invención del autor impersonal que no manosea el texto, no impone sus puntos de vista y nunca se inmiscuye en la historia, es más, al contrario, que la mira con una imperturbable asepsia moral, lo convierten en un antecedente inesperado de Freud, quien, unas décadas más tarde, entre finales del siglo XIX y principios del XX, desarrollará el psicoanálisis a partir de la escucha del sufrimiento psíquico en las mujeres histéricas. 

   La cercanía entre Freud y Flaubert es un terreno aun por explorar. El maravilloso trabajo que María Rita Kehl presenta en Deslocamentos do femenino, tiene como uno de sus ejes centrales la tesis de que ambos, a su modo, son el testimonio de una crisis de la masculinidad hegemónica puesta en marcha desde mediados de siglo. Que Flaubert guarde paralelismos con Emma es algo que, a partir de su copiosa correspondencia con Louise Colete, puede entenderse; pero otra cosa es afirmar que algo similar ocurre con Freud.

   Considerar a Freud como un representante del desmoronamiento de la masculinidad hegemónica puede sonar, como mínimo, controversial: después de todo, es el fundador de una nueva discursividad, a la que irradiaba la fuerza mitológica de un patriarca; cuando describió los mecanismos que operan en el Complejo de Edipo, relegó a segundo plano el análisis de la sexualidad en las niñas; sostuvo, al momento de pensar la esencia psíquica del masoquismo, que lo femenino era sinónimo de «pasividad»; formuló en Tótem y tabú el asesinato del padre de la horda primitiva como la base de la sociedad, la moral y la subjetividad, consolidando, de pasada, el hecho de que las mujeres sólo fueran vistas, como denunció Gayle Rubin, como objetos de intercambio en una economía política del sexo y, por si esto no fuera suficiente, a pesar de haber desarrollado la teoría psicoanalítica a partir de la escucha atenta del sufrimiento personal de las «llamadas» histéricas, desvelando la rígida represión sexual a la que estaban sometidas las mujeres, al final, inesperadamente, concluyó que eran seres incomprensibles y misteriosos, como «un continente negro». 

   ¿En qué sentido podría ser Freud, como Flaubert, un caso de masculinidad hegemónica herida? Para comprender esta tesis, María Rita Kehl recurre al epistolario que Freud mantuvo en su noviazgo con Marta Bernays, en el que el fantasma de la feminidad ideal se cuela en sus conversaciones, introduciendo una tensión entre el espacio íntimo y su dimensión intelectual. En una reveladora carta en la que Freud responde a las observaciones que hace Martha sobre los Stuart-Mill y la libertad intelectual que ella, la esposa de un gran filósofo, consiguió por mérito propio, escribe: 

 

«Lo que dices en tu última carta sobre Mill y su esposa debería haberme dado inmediatamente la inspiración para contarte alguna cosa sobre ambos […] es muy probable que él haya sido, en todo el siglo, el hombre con mejores condiciones para librarse de la dominación de prejuicios comunes. Y, en consecuencia, […] le falta el sentido del absurdo en varios aspectos: por ejemplo, en la emancipación de las mujeres y en la cuestión femenina en general […] creo que estamos de acuerdo en que cuidar de la casa, criar y educar a los hijos, exigen una dedicación integral y prácticamente excluyen cualquier actividad remunerada […]; parece una idea irreal mandar a las mujeres a luchar de forma idéntica que los hombres […]. Es posible que una educación diferente anulase todas las cualidades delicadas de las mujeres […] de modo que se pudieran ganar la vida como los hombres […], pero sería justo deplorar la desaparición de la cosa más linda que el mundo tiene para ofrecernos: nuestro ideal de feminidad. Mas creo que todas las actividades reformistas […] fracasarán ante el hecho de que, mucho antes de la era en que una profesión pueda ser establecida en nuestra sociedad, la naturaleza habrá designado a la mujer, en virtud de su belleza, encanto y bondad, para hacer otra cosa. No, a este respecto, soy anticuado, deseo a mi Martha como ella es, y ella misma no ha de querer que sea diferente: ser una enamorada adorada en la juventud y una esposa amada en la madurez»[6]

 

Esta larga cita aún vuelve más compleja la postura de Freud: la carta demuestra que si bien defiende en el ámbito privado las ideas sociales más rancias sobre la feminidad, por otro lado, a nivel intelectual, no podemos soslayar el hecho de que afirmó resueltamente, en contra de la moral sexual de su época, que nadie nace siendo hombre o mujer, que sólo nos convertimos en seres sexuados -y con ello, sujetos a normas y conductas sancionadas socialmente- a través del paso por el Complejo de Edipo y los mecanismos psíquicos que nos introducen en la norma social. Es decir, que toda hipótesis basada en un estricto establecimiento de roles de género, era, por encima de todo, una construcción social, y no la expresión, ni del sexo biológico ni de una irreal naturaleza masculina o femenina. «Femenino» y «masculino» son para el psicoanálisis, posiciones en el discurso, no esencias inmutables. Entonces, ¿a qué Freud haremos caso? Esta contradicción acechará su obra y dará lugar a infinidad de encuentros y desencuentros entre el freudismo y la feminidad.

   María Rita Kehl, lectora cuidadosa del epistolario freudiano y aguda flaubertiana, cree que en esas citas largas extraídas de sus cartas, es posible encontrar algo más: como Flaubert, Freud también vive en una inusual cercanía con la «feminidad», que rompe la distancia masculina entre hombres y mujeres que reinaba en la época. Su posición como hombre de letras que se abre, como nadie lo había hecho antes, a la escucha del sufrimiento femenino, lo alejan también del paradigma de la masculinidad hegemónica, pues, de otro modo, habría sido impensable que encontrara en el discurso de sus analizantes mujeres las claves para comprender el dolor psíquicoPero eso no resuelve sus conflictos con «lo femenino», al contrario, vuelve aún más sospechoso el hecho de que habiendo comprendido como nadie lo había hecho hasta entonces, los mecanismos psíquicos de opresión de la sexualidad femenina y sus síntomas, sin embargo, cuando tuvo que posicionarse teóricamente ante la particularidad de lo femenino, terminó por afirmar que las mujeres eran «un continente negro», seres misteriosos e inagotables.

   ¿No podría tratarse esta afirmación de un resabio moral de su época? Kehl afirma que la imposibilidad de renunciar al fantasma de lo femenino (excesivamente sexual para Rousseau, oscuro e incomprensible para Freud), la incapacidad de Freud para ir hacia dónde lo conducían sus descubrimientos en el estudio de la histeria femenina (es decir, que no hay ningún misterio detrás de la «mujer», o al menos, no hay menos misterio que detrás de lo que socialmente atribuimos a los «hombres»), se explica porque su visión de la feminidad servía como barrera que lo protegía del conocimiento de su propia sexualidad. Kehl escribe: 

 

«El hecho de mantener un punto enigmático sobre el querer femenino y la representación de la mujer como el continente negro del psicoanálisis serían, a mi modo de ver, recursos a los que Freud recurre para mantenerse ignorante al respecto de lo que él mismo no quería saber, aunque ya lo hubiese revelado al resto del mundo: la diferencia fundamental entre hombres y mujeres es tan mínima que no hay misterio sobre el “otro” sexo al que un caballero no pudiera responder indagándose a sí mismo»[7]

 

Ahí donde Freud dio un paso atrás, Flaubert, como su heroína, dio un salto al vacío, mostrándonos de qué estaba formado el vacío social que rodeaba la feminidad de las mujeres en el siglo XIX. En una novela cargada de referencias clínicas, poblada de médicos que van de un pueblo a otro curando pacientes, aplicando tratamientos y expidiendo recetas, acosado por la frustración femenina, Flaubert tuvo el tacto para hacer hablar las tribulaciones personales, las ansias y deseos de la única «enferma» de la historia a la que nadie supo comprender. Y con ello, no sólo señaló que la feminidad era una enfermedad, no de las mujeres, sino de la sociedad, además abrió la puerta a una nueva forma de abordar el sufrimiento psíquico.

   El doctor Achille se habría sorprendido al ver que, a la vuelta de los años, su hijo Gustave, el de la salud frágil y sensibilidad a flor de piel, pasaría a la posteridad más que cualquier otro médico de su tiempo, pues, además de poseer una pugnaz genialidad literaria, supo identificar a través de la ficción, la profunda crisis que habría de resquebrajar las ideas y prejuicios que, toda una época, se había hecho sobre la feminidad (y la masculinidad).

   Lo que resta, flaubertianamente, es historia.


 

[1] S. Freud, «Charcot» en Obras Completas. Tomo III, Buenos Aires, Amorrortu, 2018, p. 14

[2] María Rita Kehl, op. cit., p. 33

[3] En una defensa de Emma, Vargas Llosa escribe: «Aunque muera joven y tenga una muerte atroz, Emma, por lo menos, gracias a su valentía para aceptarse como es, vive experiencias profundas, que ni siquiera presienten, en su existencia tan rutinaria como la de sus gallinas y perros, las virtuosas burguesas de Yonville» (M. Vargas Llosa, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, Alfaguara, México, 2016, p. 35)

[4] M. Vargas Llosa, La orgía perpetua, p. 61

[5] Íbid., p. 79. Las negritas son mías

[6] María Rita Kehl, op. cit., p. 197

[7] Íbid., p. 154

2023-06-04 | 09:26:58pm - Autor: Sergio Rodia